miércoles, 4 de julio de 2012

Ramón López Valarde


Ramón López Velarde
Poeta zacatecano, nacido en el pueblo de Jerez de la Frontera, en el año de 1888. Estudió la carrera de Jurisprudencia en la ciudad de San Luis Potosí, al término de sus estudios, en el año de 1914, se estableció en la capital del país, donde ocupó algunos cargos como docente. De sus obras literarias se pueden nombrar las siguientes, La sangre devota (1916), Zozobra (1919), La suave patria (1921), y El son del corazón (1932), este último es un homenaje póstumo y en él se recopilan sus poesías finales. Muere en el año de 1931.[1]
Lo característico en la obra poética de Ramón López Verlade, según dice Alfonso Bullé Goyri, es su indecisión entre el pueblo y la capital, sus poemas siempre se ven oscilando entre estos dos espacios, entre las costumbres y los cambios, lo cerrado y lo abierto, lo correcto y lo prohibido, etc. Es obvio que esto se debe a sus cambios de habitación, siendo originario de un pequeño pueblo y de pronto salir a una de las ciudades más grandes del mundo, influye en su visión de las cosas. Es un artista impregnado del espacio que lo rodea.[2]
Así pues, la obra poética de Velarde se ve envuelta en una seria percepción bilateral, la influencia provinciana y metropolitana, que lo lleva a un conflicto decisivo y contundente en su evolución como escritor. Veamos los siguientes poemas:
Noches de hotel
Se distraen las penas en los cuartos de hoteles
con el heterogéneo concurso divertido
de yanquis, sacerdotes, quincalleros infieles,
niñas recién casadas y mozas del partido.

Media luz... Copia al huésped la desconchada luna
en su azogue sin brillo; y flota en calendarios,
en cortinas polvosas y catres mercenarios
la nómada tristeza de viajes sin fortuna.å

Lejos quedó el terruño, la familia distante
y en la hora gris del éxodo medita el caminante
que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo:

que van pasando juntos por el sórdido hotel
con el cosmopolita dolor del moribundo
los alocados lances de la luna de miel.


Mientras muere la tarde

Noble señora de provincia: unidos
En el viejo balcón que ve al poniente,
Hablamos tristemente, largamente,
De dichas muertas y de tiempos idos.

De los rústicos tiestos florecidos
Desprendo rosas para ornar tu frente,
Y hay en los fresnos del jardín de enfrente
Un escándalo de aves en los nidos.

El crepúsculo cae soñoliento,
Y si con tus desdenes amortiguas
La llama de mi amor, yo me contento
Con el hondo mirar de tus arcanos
Ojo, mientras admiro las antiguas
Joyas de las abuelas en tus manos.

Ingenuas provincianas: cuando mi vida se halle
Desahuciada por todos, iré por los caminos
Por donde vais cantando los más sonoros trinos
Y en fraternal confianza ceñiré vuestro talle.

A la hora del Ángelus, cuando vais por la calle,
Enredados al busto los chales blanquecinos,
Decora vuestros rostros -¡Oh rostros peregrinos!-
La luz de los mejores crepúsculos del valle.

De pecho en los balcones de vetusta madera,
Platicáis en las tardes tibias de primavera
Que Rosa tiene novio, que Virginia se casa.

Y oyendo los poetas vuestros discursos sanos
Para siempre se curan de males ciudadanos,
Y en la aldea la vida buenamente se pasa.

Con estos dos poemas, nos damos cuenta de la distinción que hacía  Velarde de estos dos lugares, y que la ciudad y el pueblo fungieron papeles importantes como medios de desarrollo de su poesía. El primer lugar le permitió perfeccionar y difundir sus poemas y escritos, lo convirtió en uno de los pioneros de la poesía moderna en México. El segundo, fue donde creció y convivió la mayor parte de su vida, el ambiente campesino le era familiar y acogedor, de tal manera que le daba inspiración e ingenio, pero simultáneamente le causaba conflictos internos.
El primer poema, titulado Noches de hotel, refleja la imagen de Velarde sobre la vida en la ciudad, el sentido de sus contemplaciones y de la impura e imperfecta metrópoli,
Media luz... Copia al huésped la desconchada luna
en su azogue sin brillo; y flota en calendarios,
en cortinas polvosas y catres mercenarios
la nómada tristeza de viajes sin fortuna.

Así pues, es triste vivir en la ciudad, vacío, sucio, incurable, enervante, etc. Difícil se dibuja la sufrida habitación del hotel, con su frialdad conspira contra el más fuerte corazón. Es ahí donde entra el lugar del “terruño”, el entrañable hogar y la familia como añoranza, en el segundo poema se imagina la tranquilidad del pueblo,
Noble señora de provincia: unidos
En el viejo balcón que ve al poniente,
Hablamos tristemente, largamente,
De dichas muertas y de tiempos idos.
Bien se ve que la calidez y tranquilidad de la provincia, calma y cura los dolores de la metrópoli, se pierde en el disfrute de los calmados placeres campesinos y de la confianza de los habitantes, todos conocidos. Pareciera embriagar, dulcemente se deja llevar por la sencilla felicidad pueblerina. Así se ve en el contraste de los poemas, pero para Velarde es más complejo que eso, se convierte en una parte interesante, su preferencia no es a ninguno de los dos lugares, más bien los fusiona.
Perdido en dos mundos diferentes, Velarde logra aprovechar ese contraste y plasma las imágenes de cada uno, los abraza y los vive en conjunto, pero con distinción, están en su interior y hacen las paces viviendo en su complementación. Son, pues, una esfera común que se pierde en el centro de este poeta, pero que brota con la combinación de sus palabras y poemas.            Aquí está, el bien y el mal, la razón y la locura, la alegría y la desdicha, el goce y el sufrimiento, caminan de la mano y ayudan a Velarde a vivir su vida. Ahí está “El retorno maléfico”, su temor y amor por el pueblo lo confunden, pareciera que se mece de un lado a otro sin decidir su lugar definitivo. Por eso tiene miedo, por que no quiere permanecer en ninguno de los dos, prefiere convivir en ambos mundos.






[1] Jorge A. Rodríguez Castro (Universidad de Colima), “La figura de Ramón López Velarde en El Testigo, de Juan Villoro”, en Konvergencias Literatura, Año III, no. 11, Segundo Semestre 2009, ISSN 1669-9092, pág. 3.
[2] Ibid., pág. 4.

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